Hay artículos que uno lee y se pregunta: ¿esto es periodismo de opinión o factura proforma? “Abortar entre plegarias”, publicado en Nueva Revolución y firmado por José Antonio Bosch, es uno de ellos.

No lo escribe un ciudadano cualquiera, escandalizado por lo que ve en la calle. Lo firma el abogado y asesor jurídico de la Asociación de Clínicas Acreditadas para la Interrupción Voluntaria del Embarazo (ACAI), la patronal de las clínicas abortistas. Es decir: el hombre que vive profesionalmente de que el negocio del aborto funcione como un reloj nos viene a explicar, con tono solemne, que el problema no es el aborto… sino los que rezan delante de las clínicas.

¿Qué va a decir el abogado de las clínicas? ¿Que quizá rezar pacíficamente es libertad de expresión? ¿Qué igual hay demasiado dinero público en juego? Sería poco rentable, claro.

Las primeras sentencias han protegido el derecho de reunión

El texto de Bosch gira en torno a dos sentencias recientes: una del Juzgado de lo Penal de San Sebastián, que absuelve a una única acusada, y otra del Juzgado de lo Penal nº 1 de Vitoria, que absuelve a 21 personas que acudían a rezar frente a una clínica abortista. Esas personas hacían algo tan “extremo” como: acudir en pequeños grupos (nunca más de cinco), situarse en la acera, a 15–30 metros del     centro, rezar en voz baja o en silencio, y mostrar carteles tamaño folio con frases del tipo: “No estás sola”, “Rezamos por ti”.

La propia sentencia de Vitoria afirma que la prueba permite descartar completamente la existencia de hostigamiento ni ambiental ni de ninguna otra naturaleza. Es decir: no hubo ni coacciones, ni intimidación, ni impedimento del acceso. Hubo oración pacífica. Y la jueza lo dice negro sobre blanco.

Pero en el artículo de Bosch, todo eso se traduce a otro idioma: donde el juzgado ve ejercicio legítimo de derechos fundamentales, él ve “acoso”, “hostigamiento”, “conductas que repugnan a cualquier demócrata”. El problema no es que Bosch tenga opinión —faltaría más—, sino que pretende presentar como “acoso” lo que los tribunales, después de escuchar a testigos y analizar pruebas, han considerado libertad de reunión y de expresión. Y eso ya no es una diferencia de matiz; es un intento de reescribir la realidad… en beneficio de parte muy interesada.

El artículo 172 quater: el juguete que no funciona.

Bosch se lamenta de que el famosísimo artículo 172 quater del Código Penal, introducido para castigar el supuesto “acoso” ante las clínicas, no esté dando las condenas que él esperaba.

Traducción al castellano del BOE: se creó un delito “a medida” para quien se acerque a una clínica de aborto con intención de “molestar”. Se hizo con el aplauso de las organizaciones proaborto y, por supuesto, de la patronal ACAI. Pero, cuando llegan los primeros juicios reales, resulta que las conductas concretas que se enjuician (rezar en silencio, estar a distancia, no impedir el paso) no encajan en el tipo penal, porque no hay coacción ni menoscabo real de la libertad de las mujeres.

Los jueces aplican el derecho, miran los hechos y absuelven. Eso, en un Estado de Derecho, se llama justicia ordinaria. Para Bosch, en cambio, se llama “problema”. Y como el juguete penal no funciona, pide más: “zonas de seguridad” alrededor de las clínicas donde no se pueda rezar, ni sostener carteles, ni básicamente hacer nada que recuerde que allí dentro se acaba con una vida humana.

Es curioso: el abogado que denuncia el “acoso” de unas pocas personas rezando a 20 metros del portal, ve con toda normalidad que el Estado financie con dinero de todos los trabajos de sus clientes, que las administraciones firmen conciertos y deriven a mujeres a esas clínicas, y que las leyes se redacten a medida para blindar su actividad. Ahí, de repente, la palabra “coacción” desaparece del vocabulario.

Cuando Bosch se indigna por los rosarios en la acera, los datos económicos hablan de otra cosa: año tras año, las comunidades autónomas gastan millones de euros de fondos públicos para financiar abortos en clínicas privadas concertadas, porque la sanidad pública apenas asume una parte minoritaria de estas intervenciones.

En la práctica, sólo una parte relativamente pequeña de los abortos se realiza en centros públicos. La mayoría se hace en centros privadas, muchas de ellas integradas en ACAI, gracias a conciertos y derivaciones. El cuadro es bastante transparente: el aborto se presenta como “derecho” y “prestación del sistema nacional de salud”, pero la mayor parte de esa prestación se deriva a centros privados. Y esas clínicas viven de conciertos millonarios con las administraciones públicas.

Ante esto, leer a Bosch disertando sobre “acoso” porque unos cuantos ciudadanos rezan pacíficamente en la calle tiene su punto de ironía: las plegarias son gratuitas; el negocio está dentro. Si se prohibiera rezar a 50 metros de las clínicas, como algunos han propuesto, no se reduciría ni un solo aborto por razones económicas o sociales; pero sí se eliminaría uno de los pocos recordatorios visibles de que la conciencia existe y que no todo el mundo aplaude esta industria. Y, sobre todo, se protegería algo muy concreto: la comodidad ideológica y económica del sistema.

En “Abortar entre plegarias”, Bosch exige que se criminalice casi cualquier presencia provida en torno a las clínicas: todo es “hostigamiento”, “acoso”, “fundamentalismo”, “conductas que repugnan a cualquier demócrata”. Dentro, sin embargo, se evita cuidadosamente el vocabulario incómodo: no hay niños, hay “productos de la gestación”; no hay eliminación de una vida, hay “interrupción del embarazo”; no hay negocio, hay “prestación sanitaria”.

Esa doble vara de medir funciona así: si un grupo pequeño reza por las madres y por sus hijos, sin impedir el acceso, es acoso intolerable. Si una clínica cobra por terminar con embarazos, con fondos públicos, es servicio esencial.

Los tribunales han recordado que rezar no es delito y que los derechos fundamentales no se derogan por circular interna de ninguna patronal. La sentencia de Vitoria lo dice claramente: no hubo hostigamiento, ni obstáculo, ni coacción; hubo ejercicio pacífico de derechos fundamentales.

La pregunta que Bosch no se hace en su artículo es sencilla: ¿quién está siendo realmente cercado por quién? Frente a las centros de aborto, unas pocas personas rezan, sostienen carteles discretos y ofrecen ayuda. Si alguien no quiere hablar, no habla; si no quiere mirar, no mira.

Desde el Estado y las administraciones, en cambio, se despliega un aparato legal, mediático y económico inmenso para blindar el aborto y silenciar a cualquiera que disienta: tipificación penal específica, campañas institucionales, conciertos millonarios con clínicas privadas, presión mediática contra todo lo que huela a provida.

¿Quién tiene más poder coactivo? ¿Un grupo de señoras rezando un rosario… o un sistema entero decidido a que nadie cuestione el negocio? Que el abogado de ACAI presente como “víctimas indefensas” a las clínicas que facturan con dinero público, y como “agresores” a quienes ejercen pacíficamente sus libertades constitucionales, es casi una pieza de humor negro. Lástima que detrás haya vidas en juego.

Bosch termina su texto lamentando que, si las cosas siguen así, el “acoso” continuará otros cuarenta años. La realidad es que, si nada cambia, lo que continuará otros cuarenta años será algo mucho más grave: el drenaje demográfico de un país que se queda sin hijos, el dinero público canalizado hacia las clínicas privadas y la banalización moral de un acto que destruye una vida humana antes de nacer.

Los Estados, que han elegido financiar sin medida el aborto y apenas apoyar la maternidad. Las administraciones, que firman conciertos, redactan leyes a medida y miran hacia otro lado ante el invierno demográfico. Las clínicas, que convierten en “servicio sanitario” lo que también es, muy claramente, un negocio. Y los ciudadanos, que muchas veces se conforman con repetir eslóganes y no quieren mirar de frente la realidad.

Algún alguien preguntará: “¿Cómo ha pasado?”. Y habrá que responder con sinceridad incómoda: por dejar que se llamase “acoso” a un rosario y “derecho” a un negocio millonario.

Mientras tanto, los tribunales (al menos en estas primeras sentencias) han recordado algo básico: rezar pacíficamente no es delito. Y que quien tiene que justificar muchas cosas no es la señora con un rosario en la mano, sino quienes han convertido el aborto en un sector privilegiado, blindado y subvencionado, que no soporta ni siquiera la presencia silenciosa de quienes rezan “entre plegarias” … por las madres, por los hijos, y también por el personal y los abogados de las clínicas. EN ESTO NO HABÍA PENSADO VD, SR BOSCH, ¿EH?...

Carmelo Alvarez Fernandez de Gamarra, Colaborador de Enraizados

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